Esta no es una historia cualquiera. No empieza con una pala ni con un balde lleno de lombrices, sino con una idea sembrada meses atrás en los corazones curiosos de unos niños y una profesora que cree que aprender también es descubrir con las manos en la tierra.
En la sede rural Las Lajas, del municipio de San Juan de Urabá, los estudiantes de preescolar a quinto grado comparten el aula bajo la guía de la profesora Leydis Palencia, quien trabaja bajo la modalidad de Escuela Nueva. Fue en ese pequeño y diverso grupo donde se habló por primera vez del lombricultivo: un proyecto que buscaba cuidar lombrices para producir abono orgánico, pero que terminó cultivando algo más profundo —la curiosidad.
Desde el primer momento, los niños se entusiasmaron. Preguntaban, imaginaban, querían saberlo todo sobre esas lombrices rojas californianas. ¿Qué comen? ¿Dónde viven? ¿Para qué sirven? La profesora, lejos de dar respuestas rápidas, les regalaba pistas: “son fotofóbicas”, “tienen clitelio”, “son hermafroditas”. Palabras raras, pero fascinantes, que los estudiantes repetían con orgullo. Cada día, sin falta, alguien preguntaba:
—Profe, ¿y cuándo llegan las lombrices?
La espera terminó el 6 de mayo. Sin previo aviso, el director del CER Montecristo, Jarinson Echavarría, llegó con un pequeño balde en las manos. Saludó al grupo y les dijo con una sonrisa:
—Traigo algo para ustedes.
Los ojos de los niños brillaron. ¿Sería por fin? Cuando el director destapó el recipiente, solo se veía una capa de tierra oscura. Brillyte, de quinto grado, exclamó:
—¡Yo sé por qué no se ven! Les da miedo la luz.
—¿Y cómo se llaman esos animales que le tienen miedo a la luz? —preguntó la profesora.
Silencio… y luego, tímidamente:
—Foto… foto…
—Fotofóbicas —completó la profesora.
La palabra quedó dando vueltas en el aula, pero no por mucho tiempo. Brillyte la repetiría varias veces más con seguridad.
Ya en el patio central, el director extendió el sustrato en una lata. Poco a poco, las lombrices adultas, jóvenes y hasta huevecillos aparecieron a la vista.
—¡Yo vi uno! —gritó Josue, el más pequeño del grupo, del grado primero—. ¡Mira, pequeñito y bonito!
—¡Profe, yo sé por qué esa es adulta! —dijo otra estudiante señalando una lombriz—. ¡Por el anillo!
Se refería al clitelio. Esa mezcla entre emoción, descubrimiento y saber previo es justo lo que hace que el aprendizaje sea significativo, como dicen los expertos: cuando la teoría cobra vida ante los ojos del estudiante, el conocimiento se ancla y florece.


Al regresar al aula, en una mesa redonda, cada niño compartió lo que sintió y aprendió.
—Me gustó porque por fin conocí a las lombrices —dijo Santiago.
—Yo voy a practicar eso en mi casa —aseguró Josue.
—Yo las voy a cuidar en vacaciones —prometió Mateo.
Recordaron las palabras extrañas que ahora dominaban, como «fotofóbicas», y otras como «hermafroditas», y reafirmaron que aprender no solo ocurre con libros, sino también con tierra bajo las uñas y ojos asombrados.
